martes, 10 de mayo de 2011

Otra ventolera

Estoy por autoinculparme de algo. Lo que sea. Culpable de no ser así. Guilty total.
Leyendo en el bar. Entra un tío en camiseta y calzonas, con el alma despeiná, y se dirige a la camarera en voz baja. La muchacha, que acaba de ofrecernos un recital de tintineo de vasos y golpetazos de tazas de café, arrastra dos o tres sillas, levanta la vista y contesta que el cocinero no está. "No venga usted más, si yo fuera el cocinero le denunciaba ante la Policía". "El que va a venir con un par de guardias soy yo", interpela el nota. Silencio en la sala, ni siquiera chillan las máquinas de la fortuna.
Resulta (de) que el cocinero se ha najado del piso debiendo dos meses de alquiler al susodicho y dejando la casa hecha una pena. Hay fotos. La camarera sigue echando cojones.
Dejamos que el destino elija el desenlace incorrecto, la ventolera afecta mucho a la gente más sensible. Salgo a la calle y me topo con un antiguo maestro, que a su vez se encuentra con una alumna de este curso, a punto de cruzar el rubicón de la selectividad de la especie humana escolar. Curiosa estampa. "Yo me estrené como profesor contigo, y pronto me despediré del oficio con ella", sintetiza. Qué bonito. Tres generaciones en medio del temporal. La niña confiesa que echa de menos al maestro, que se halla de baja por depresión, por acoso y derribo de un niñato, sus padres y un par de jefes de estudio. El mundo al revés.
Hablamos acerca de las palabras. Ella admite que se crió a base de pantallazos, que sólo reconoce los estímulos audiovisuales y que los chavales de su edad no saben escribir, ni siquiera comprender lo que leen, porque, en líneas generales, nadie les ha mostrado el camino. El maestro, el menos culpable de esta historia, no atribuye la responsabilidad máxima a nadie, distribuye más bien los efectos colaterales del embrutecimiento paulatino de la población. Apunto que un libro ejerce la misma función que cualquier pantalla. "Los libros eran las pantallas de antes", tercia él. "No sé yo", concluye ella. Acordamos entonces que los niños asimilan la lengua, aprenden las normas y hacen sus primeros pinitos verbales merced a lo que escuchan en casa. Y en muchas casas gobierna el silencio y/o reina el ruido de fondo. Sin expresión no hay libertad. La libertad de expresión ya es otro cantar. Silbo una pieza de la Romántica Banda Local mientras reflexiono en torno a la mentira, las palabras con trampa, la memoria del viento.

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